En medio de la energía del carnaval y el misterio de las máscaras que tanto pinté en 1997, a veces sentía la necesidad de capturar los momentos de calma, la pausa. Este «Bodegón» es uno de esos instantes. Para mí, no es una simple composición de botellas; es el eco de una mesa compartida, de risas y conversaciones que quedaron flotando en el aire. Es la Venecia íntima, la que se vive alrededor de una copa de vino del Piave o una grappa después de la cena.
Quería que la pieza tuviera la textura de una pared antigua, de un muro con historia. Sobre la cerámica, apliqué los esmaltes con espátula, construyendo capas gruesas de color. Luego, con un gesto caligráfico, grabé los nombres en las botellas y tracé las siluetas de las copas. No buscaba el realismo, sino la memoria del objeto, la huella que deja. El fuego del horno le dio a esos placeres efímeros —un buen vino, una buena compañía— el peso y la permanencia de la tierra cocida.
Esta obra es un homenaje a los placeres sencillos y a la camaradería. Es mi forma de decir que, incluso en los escenarios más grandiosos, la verdadera vida se encuentra en estos pequeños rituales. Es la vida quieta (still life) que da sentido a todo el movimiento, una invitación a brindar que quedó inmortalizada en el barro.




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